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SÚPER BURGUER… no tan “súper”

Super Burger


SÚPER BURGUER… no tan “súper”
Recientemente mi esposo y yo, junto a una pareja de amigos, vivimos lo que se puede calificar como “una experiencia gastronómica desastrosa”. Agotados tras una jornada de baile y distracción, y sin muchos deseos de batirnos en casa con los fogones, optamos por saciar el apetito en alguna cafetería de comida ligera, sin demasiados estragos para los bolsillos. Mi propuesta fue Súper Burguer, un sitio pequeño pero con mucho confort en el Vedado, que varias veces me ha sorprendido con su menú de comida rápida de excelente calidad. Mis amigos me alertaron que pocos días atrás, en ese mismo sitio, no habían podido probar bocado puesto que las hamburguesas estaban medio crudas. No obstante, como dicen que muchas veces “la excepción confirma la regla”, decidimos darle otra oportunidad al lugar. El primer fiasco fue a la llegada. En la puerta nos recibió un joven dependiente que, con tono conclusivo y encogiéndose de hombros, casi incitándonos a desistir, nos dijo tajante: “estamos llenos”. Miramos el reloj. Eran poco más de las diez. ¿Acaso lo lógico no hubiera sido pedirnos en tono servicial que esperásemos a que se desocupase una mesa? Pues fue a la inversa. Le dijimos que no importaba, que esperaríamos. Pedimos el último y aguardamos nuestro turno. A través de los cristales apreciamos que una mesa pedía con insistencia la cuenta. Las dos jóvenes dependientes (a muy juicio muy pocas o muy lentas para atender el sitio abarrotado de personas), conversando en la barra de jugos con otros colegas, no se enteraban de nada. Ya para ese entonces comenzamos a augurar un servicio ineficiente. Finalmente llegó el momento de entrar. Como siempre, la agradable climatización contrastaba para nuestra fortuna con el sofocante calor del verano cubano. En pocos minutos ya habíamos ordenado: mi esposo y yo, nuggets de pollo acompañados con papas fritas y jugo de guayaba; y mis amigos, suero de helado de vainilla, hamburguesa y un taco de pollo y vegetales, también acompañados con papas fritas. Primero nos trajeron los líquidos. Los sueros, un poco aguados para ser sueros, y el jugo de guayaba con muy buen sabor, aunque algo caliente. Esto último lo trataron de compensar añadiendo unos cubos de hielo, que dividían el agua del resto de la mezcla y formaban una textura desagradable al paladar. Pero hasta ese momento nada grave. Lo peor estaría por llegar. Recién comenzamos a beber nuestros líquidos, entraron en el salón unas diez personas: cuatro adultos y seis niños de varias edades. Ahí comenzó el verdadero infierno. Tanto los adultos como los pequeños emanaban una euforia excesiva. No hablaban sino que se comunicaban a gritos, a altísimos decibeles, se reían a carcajadas y discutían. Los niños hasta tenían trompetillas que no demoraron en utilizar a todo pulmón y los mayores, lejos de controlarlos, los incitaban y reían orgullosos de sus travesuras. Los alaridos fueron creciendo en ese salón pequeño, completamente cerrado. Mientras más gritos, menos se escuchaban entre sí, por lo que se incrementaba la algarabía, formando un círculo vicioso directamente proporcional a nuestro dolor de cabeza. Llamamos a una señora que al parecer era la encargada del negocio para manifestarle nuestro malestar. Ella sorprendida, dispuesta a no perder a diez comensales, nos preguntó que si lo que nos molestaba era la música de ambientación del sitio (¿En serio?). Le pedimos de favor que nos sacase el pedido a una de las mesas de afuera, esas sin música incidental, sin la climatización, con menos luz, pero con algo de tranquilidad. Luego de más de media hora de espera llegaron nuestros platos. Los nuguetts con muy buen sabor, aunque demasiado fríos. La hamburguesa de mi amigo esta vez estuvo bien cocida y su esposa disfrutó mucho su taco. Sin embargo, un error imperdonable para ese tipo de establecimiento: en las mesas faltaban el kétchup y la mostaza. Devoramos todo, tratando de no prolongar más de lo necesario nuestra estancia. Pedimos la cuenta y nos marchamos. Pero no sin antes apreciar las caras de disgusto de otros comensales torturados por los aullidos, que se escuchaban desde afuera a pesar de los cristales herméticos. Patricia Cáceres, editora de la revista Excelencias Gourmet

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